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¿Esterilización? Nunca más

Fernando Pascual

Según algunos, nacen demasiados hijos. Para que esto no ocurra, se ofrecen toda una serie de posibilidades técnicas, que van desde el condón y los anticonceptivos hasta la esterilización de hombres o mujeres. En algunos países o regiones del planeta, especialmente en América, algunos no sólo ofrecen estas técnicas, sino que intentan imponerlas a las poblaciones más pobres.

Existen hospitales y centros sanitarios donde se promueve la esterilización masiva. Una esposa embarazada llega para recibir algún tratamiento médico, o para ser atendida en el momento del parto. De diversos modos, se le pregunta si quiere ligarse las trompas, si no quiere poner una solución definitiva al número de hijos, si quiere estar segura de no volver a quedar embarazada en el futuro. Si la mujer se niega, hay médicos que esperan una situación de dolor o de tensiones (tal vez en los momentos inmediatos al parto) para repetir la pregunta y alcanzar así el permiso para esterilizar. No falta quien, sin ningún aviso, como una imposición violenta, aprovecha las atenciones del parto y del postparto para esterilizar contra la voluntad de la misma mujer.

Si optar por la propia esterilización es algo malo, resulta mucho peor presionar o engañar a otros para que se esterilicen. Rechazar la fecundidad sexual de otros es rechazar, en el fondo, un aspecto fundamental de toda existencia humana: el derecho a la integridad física. Además, la fecundidad es un tesoro enorme, es la puerta por la que hemos nacido los miles de millones de seres humanos que vivimos, sufrimos, amamos y morimos en este planeta de misterios y esperanzas.

Porque toda esterilización implica un enorme daño a la riqueza de cada hombre y de cada mujer. Es una riqueza el estar sano, o el gozar de libertad, o el tener más o menos dinero. Pero también es importante que mi cuerpo (todo mi cuerpo) funcione correctamente, incluso en lo que se refiere a los órganos sexuales y su apertura a una posible nueva vida.

Si se ligan las trompas de la mujer, o se somete al hombre a la vasectomía, se suprime la fecundidad que debería ser propia de cualquier relación sexual. De este modo, la sexualidad no puede ser vivida en plenitud, de un modo plenamente digno del ser humano, pues le falta esa apertura a la vida que le resulta un elemento fundamental.

Tanto la esterilización como la mentalidad anticonceptiva abren el camino a una sexualidad menos responsable y menos generosa, lo que es lo mismo que decir menos humana. Una sexualidad madura se vive siempre en la apertura a las vidas que puedan venir. Esto exige una enorme responsabilidad, un saber respetar al otro o a la otra en toda su riqueza, y un compromiso de acoger, cuando llegue, a cada nuevo hijo. Por eso resulta claro que el único lugar donde se puede vivir la sexualidad así, en toda la riqueza propia de las relaciones plenas, es el matrimonio.

Los médicos, los gobernantes, las organizaciones no gubernamentales y los defensores de derechos humanos a nivel nacional e internacional deberían comprometerse, en serio, para que nadie sea esterilizado por la fuerza, y para educar a quienes piden la esterilización a descubrir y valorar el tesoro de su fecundidad. De este modo se evitará el que muchos realicen un gesto de "micromutilización" que les afecta no sólo a ellos, sino a su familia y, en el fondo, a toda la humanidad, y que puede provocar, en el futuro, complejos o sentimientos de culpa, o un cierto autodesprecio al sentirse "disminuidos" en una dimensión tan íntima y tan hermosa.

Cuando alguien nos proponga la esterilización como camino para evitar el nacimiento de nuevas vidas, debemos decirle con firmeza: "no, nunca". Ojalá que algún día quienes han esterilizado o esterilizan a otros puedan reconocer su injusticia y comprometer sus habilidades y conocimientos técnicos para promover una auténtica cultura de la vida, de la solidaridad y del respeto a todos los hombres y mujeres de nuestro planeta. Sólo hay medicina auténtica cuando respetamos al hombre en su integridad, también en lo que se refiere a su riqueza sexual y a su fecundidad, un tesoro que nadie debería arrebatar a otros.

Fuente: catholic.net